Diario secreto de Lucía: Vietnam, capítulo 0

Hoy hace tres años que abrimos la Caja de Pandora. Hace tres años que empezamos a dejar que la gente se refiriera a nosotros como «novios».  Hace tres años que formalizamos nuestra aventura. Hoy hace tres años que nos dejamos llevar para que el tiempo juzgara si cometíamos un tremendo error o un tremendo acierto.

Y por eso de que hoy es un día señalado queremos compartir algo con vosotros:

Se trata de la primera página del diario de Lucía en nuestra aventura juntos por Vietnam. Un texto inédito que sin saberlo marcaba el camino de algo que no podíamos imaginar. Lo que hoy es Proyecto Pandora.

No sabíamos lo que estaba por venir pero fue sin duda el mejor de los comienzos. Con vosotros, la primera página de nuestra aventura viajando:


Comienza la Aventura

Repaso la lista una y otra vez, no se me puede olvidar nada. Cruces superpuestas sobre otras cruces, círculos y más círculos rodeando la misma palabra; y por si no fuera suficiente, subrayado amarillo, para que se vea bien. Ahora mismo, soy la única persona capaz de descifrar semejante jeroglífico.

Observo mi estantería, mi cama ¿Cómo voy a meter todo esto en mi mochila? Y lo que es peor, ¿Cómo voy a cargar con ello durante todos estos días?

Nunca se me ha dado bien ser selectiva -en lo que al equipaje se refiere-. Y ahora, en diez minutos, tengo que aprender a serlo. Todavía me pregunto en que preciso momento decidí aceptar formar parte de esta aventura. Y al mismo tiempo, admiro enormemente a la persona que tuvo la capacidad de engañarme para hacerlo. Porque no es fácil persuadirme así, nunca lo ha sido.

Y ahora, asumiendo «la derrota», mi orgullo femenino está siendo víctima de una gran crisis existencial fruto del miedo a volar, a lo desconocido y a no estar a la altura de semejante proyecto.

En teoría no debería tener nada que temer, lo peor ya pasó hace una semana cuando fui vacunada a conciencia para protegerme de todos los peligros y enfermedades. Que están allí, esperándome, con los brazos abiertos. Dado mi miedo a las agujas, todavía me pregunto cómo mi cuerpo fue capaz de desplazarse hasta el centro de vacunación y no salir corriendo al escuchar mi nombre.

Mi sentido común y los esfuerzos de mis padres para disuadirme han sido en vano. Y aquí me hallo, intentando doblar este saco sábana casero para que consiga el aspecto de un calcetín gordo.

Los últimos momentos en mi casa han transcurrido como una especie de recreación de «La última cena».  Con mis padres, uno a cada lado, contemplo la tortilla de patata doradita y regordeta y me despido de ella en silencio. Me pregunto si será verdad eso de que me espera una dieta depurativa baja en calorías durante las próximas semanas.

Mi madre me asalta con una larga lista de consejos y sugerencias. A raíz de esta experiencia se ha convertido en una experta buscadora en internet, enfermera, historiadora, meteoróloga, guía, filóloga, bióloga entendida de la flora y fauna del lugar, incluso conocedora de los peligros que alberga este viaje.

Nos regalamos unos cuantos besos y abrazos y muchos «hasta pronto». Mi padre, que lo sufre todo más en silencio, se muestra estable emocionalmente y es el seleccionado para llevarme a mí y a mi mochila al punto de encuentro.

Al llegar, sale del coche para ayudarme y nos damos un abrazo fuerte. Entonces, una ráfaga repentina de aire hace que se le meta un poco de polvo en los ojos y que le brillen, sospechosamente, algo más de lo habitual.

Es curioso lo que pasa cuando sabes que te marchas por un tiempo. Al menos yo, siento a mi cuerpo inquieto y a mis sentidos procurando absorber todos los detalles del sitio que dejo. Los últimos abrazos, las baldosas del suelo que piso, el sonido de la calle, los olores… Los pequeños detalles que suceden aquí y ahora. Los almaceno en mi memoria, por si fuera necesario tener que tele-transportarse en algún momento cuando ya no esté aquí.

Cuando me doy cuenta, estoy frente a la puerta esperando a que se abra. Finalmente ha llegado el momento y ahí está él. El culpable de toda esta parafernalia, el embaucador que ha conseguido convencerme de que incluso he sido yo la que ha propuesto esta idea.

Ahí está, mirándome autosuficiente con esa cabezota suya llena de rizos indómitos. Y ahí estoy yo, al otro lado de la puerta vestida como si fuera Dora la Exploradora a la espera de aventuras.

El miedo es ineludible, soy consciente de que me marcho una buena temporada con alguien que afirma estar mal de la cabeza y que solo conozco desde hace escasos meses. Esta experiencia está condenada a la unión eterna o al más absoluto de los fracasos.

Nunca imaginé que fuera a emprender un viaje así y mucho menos que este sería mi compañero de equipaje. Pero aquí estamos los dos: «Un perroflauta» y «Antonieta la Fantástica»  apunto de sumergirse en una experiencia que seguro cambiará nuestras vidas para siempre.

21 días, 300 euros en el bolsillo, sin ruta, sin alojamiento, sin transporte, sumidos en la más absoluta incertidumbre. Nos vamos hasta el fin del mundo, a la Conchinchina. Nos vamos a Vietnam.  

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